Roberto Mira
Y mira tú por dónde yo, que desde hace tiempo atisbaba la posibilidad, y por necesidad, el desplazarme a un lugar donde poder alejarme del mundanal ruido, de todo lo cotidiano, de lo prescindible, del paisaje, de las luces y de las sombras que, como a casi todos, nos acuden a lo largo de nuestra vida, ahora se me brinda la oportunidad deseada. Estoy recluido como nunca lo he estado y de una forma novedosa para mí, pero con una sensación extraña, diferente, como si esta reclusión no fuera conmigo, sino con mi otro yo, que tampoco atiende a razones, porque lejos de ser todo esto una sin razón, porque razón existe, mi mente no llega a entender que, como todos sabemos, la vida nos puede deparar sorpresas; pero yo no estaba, no podía estar preparado para esto, porque no es estar enclaustrado, sino encerrado y lo peor, con unos compañeros que a veces se acuerdan de mí y me visitan: el miedo, la incertidumbre, la desesperación, la falta de estímulo al despertar y con la soledad, y no solo la que te provoca la ausencia de los seres queridos y amados, sino con la otra, con la que te recuerda que te tienes que hacer amigo de ella, quieras o no, y asumirla y aceptarla sin más.
He tenido que salir de casa para hacer unas gestiones y al comprobar el silencio y el vacío en las calles, en esas calles, que tiempo atrás se hallaban repletas de gente conocida y desconocida, de gente amiga, entrañable… me ha sacudido un escalofrío y una descarga de profunda tristeza en el alma. Nunca, como ahora, mi mente recuerda a personas que, por tenerlas ahí, ignoraba la importancia de su existencia en mi cotidiana vida. Es cierto que no debo enrocarme en la negatividad que me caracteriza, que debo continuar a trancas y a barrancas, como el resto de los mortales, con todo lo que no tengamos más remedio que asumir; pero, desde este rincón, el de mi casa, el de mi alma, no dejo de pensar en todos esos seres cercanos, con nombres y apellidos, que habitan en mi memoria y que algunos están acompañados, pero solos; otros, deseando poder estarlo y la mayoría, sin más compañía que la de sus recuerdos.
A mí, me gustaría poder aprender de esta experiencia, antes de que la guadaña tenga a bien visitarme, y descubrir que es importante guarecerse de todo aquello que resulta inoperante, absurdo, negativo y valorar lo importante que es el equilibrio, la conformidad, el amor, venga de quién y de donde venga, y esto es lo que me gustaría poder decirle, a través de estas páginas, a ese padre que se ha quedado sin trabajo, a ese joven que no lo encuentra, a esos estudiantes que se esfuerzan, a los que no lo hacen porque no han sido elegidos para ello, a la madre que disfruta y soporta el mantener a flote la unidad familiar, a la viuda, al viudo, a aquellos y aquellas que se sienten y no son mayores, a los que ya lo son sin desearlo, a las maltratadas, a los maltratados, a los que tienen miedo, a los que tienen fe, a los que la desean y no la encuentran, a los que tienen ganas de volar sin tener alas, a los que ven un futuro incierto, a los que no han podido despedirse de sus difuntos, a los que están sufriendo la enfermedad, sea la que fuere, y a los que ya solo pueden ofrecer a la sociedad su vencido ánimo, pero dignamente, como yo. Decirles que, por difícil que nos pueda resultar, intentemos aceptarlo todo con estoicismo, que todo llega y todo pasa y que lo que nos tiene que hacer valer no es lo vivido, sino lo que todavía nos quede por vivir, pero cada uno con las fuerzas de las que disponga y que, desde aquí, deseo fervientemente sean muchas para poder lograr ver los amaneceres que nos pueda regalar la vida, pero con ella, con la “esperanza” que nunca nos debe abandonar y menos en este tiempo tan turbulento.