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La Navidad

Texto de Lorenzo Abril Cabrera (contacto: 666682306) , un extracto sobre un libro que ha escrito recientemente bajo el título «Pasó el tiempo»

En aquellos tiempos, era muy diferente la Navidad a como se vive ahora.
No había televisión que nos la recordara más de un mes antes con sus anuncios
publicitarios, ni alumbrados en las calles, ni tampoco existía Papá Noel. No
obstante, la alegría reinaba en el aire. Eran unos días de color y de ilusión;
eso, no lo pueden proporcionar los estímulos externos, lo llevábamos dentro.
En diciembre, unos días antes que nos dieran las vacaciones, como
anochecía tan pronto, al salir de la escuela no nos quedábamos jugando en la
calle como hacíamos siempre; además, el frío era tan intenso, que hasta se
dibujaban trazos de vapor con el aliento: aquello nos animaba a que nos
refugiáramos en la sacristía de la iglesia.
Allí nos esperaba don Ramón, el cura. Como no había sillas para todos,
algunos nos sentábamos en una larga mesa; y mientras él desgranaba notas
musicales de su viejo piano, nosotros cantábamos al unísono los villancicos:
“Una pandereta suena”, “Campanas sobre campanas”, “Noche de paz” …
Entre villancico y villancico comíamos castañas asadas y algunos dulces,
que al ser escasos eran una delicia.
Los niños nos encargábamos también de montar el belén, con figuras que
habían permanecido guardadas todo el año en unas cajas de cartón,
esperando recobrar su protagonismo durante unos días. Recuerdo, que el
portal lo hacíamos con unas rocas negras que encontrábamos cerca del
Barranco, y que algunos años, para dar más realismo a aquellas fechas,
nevaba.
En algunas ocasiones, hacía tanto frío, que el agua que descendía
procedente de la nieve que había en los tejados, se congelaba antes de caer
al suelo formando carámbanos.
Encima del belén, sobre la pared, colocábamos un mural de papel con
motivos navideños que a mí me gustaba mucho.
Cuando me iba a casa, si observaba que el humo de las chimeneas salía
denso y tardaba en dispersarse en aquel cielo tan oscuro y estrellado, al día
siguiente, el pueblo se despertaba vestido con un manto de escarcha.
Mi madre y mi abuela elaboraban los dulces: rollos, mantecados,
magdalenas…Yo sentía predilección por los suspiros, que llevaban clara de
huevo y almendras y por los alfajores, hechos con clara de huevo y miel.
Para cocerlos los llevaban al horno de Pía, al que se accedía bajando por
una senda que unía El Puntal con el barrio de La Morera. Los atardeceres se
impregnaban de un olor característico, mezcla de humo y de dulces. Ese
aroma envolvía las calles del pueblo: ¡olía a Navidad!
Memorable recordar, algunos días plomizos y escarchados, en que el frío
se adueñaba del pueblo e invitaba a refugiarse en las casas sin separarse del
fuego, o junto al agradable rescoldo de los braseros de carbonilla que había
debajo de las mesas de camilla. Todo estaba tranquilo, pero de pronto, una
vaharada de jolgorio y alegría invadía las calles interrumpiendo la calma. Los
niños íbamos de puerta en puerta cantando villancicos y pidiendo el
aguinaldo. Nos acompañábamos de algunos instrumentos: botellas vacías de
anís para frotarlas con una cuchara, panderetas, zambombas, cañas abiertas
longitudinalmente, a las que percutíamos en la parte inferior, debajo del
nudo, con la palma de la mano…
Al villancico le cambiábamos la letra en función del nombre de la persona
que vivía en la casa a la que llamábamos. Así, si era Juana:
Ya viene Juana
con el aguinaldo.
Le parece mucho,
le viene quitando.
Pampanitos verdes,
hojas de limón…
En algunas ocasiones, nos daban dulces o algunas monedas.
La cena de Nochebuena era austera, pero muy entrañable. Lo más
importante que existía era el calor humano que me proporcionaba el
sentimiento de pertenecer a una familia tan unida.
La esencia de la Navidad no consistía en juntarse para disfrutar de
opíparas comidas o de intercambiarse, en algunas ocasiones, inútiles regalos:
el espíritu navideño radicaba, en compartir con cariño, paz y armonía las
pocas cosas que entonces teníamos.
Después de terminar de cenar, el alegre volteo de la campana, nos invitaba
a ir a la Misa del Gallo.
Parecía que nos estaba esperando en la puerta de la iglesia. Nada más
atravesar el umbral, se introducía dentro de nosotros aquel aroma espiritual,
tan penetrante, a incienso y velas quemadas que vagaba por todos los
rincones. Se respiraba la confortable paz que esa noche emanaba del interior
del templo.
Finalizada la misa, don Ramón descendía los dos escalones que separaban
el altar de la nave central con una figura del Niño Jesús en las manos. Puesto
en pie, esperaba sonriente, que los feligreses colocados en fila, se fueran
acercando de uno a uno adonde él estaba para besar la imagen. Mientras
tanto, henchidas de alegría, resonaban las voces cantando villancicos.
Ha pasado mucho tiempo. Esos recuerdos viven en mi mente difuminados
como el humo que salía por aquellas chimeneas. Se diluyeron tanto, que casi
parecen un sueño. A medida que fui creciendo, poco a poco, mi fe se fue
esfumando e incrementando mi agnosticismo, los colores se fueron apagando;
sin embargo, de vez en cuando, despierta aquel niño dormido que llevo
dentro.

2 COMENTARIOS

  1. ¡¡Qué tiempos!! Yo también la recuerdo así.
    Cada Navidad, el Niñito que nace ha ido creciendo en mí. Hoy sigo poniendo el Belén, aunque no con pino natural sino con un abeto de plástico, comprado en algún establecimiento de origen oriental. He incorporado la corona de Adviento, con sus 4 velas, una por cada semana anterior a la Navidad. Y sigo acogiendo alrededor de mi mesa a hijos, hijas y nietos, hermanos, cuñados y sobrinos y los que se quieran apuntar. Saco la guitarra, las panderetas y la matraca de caña y les sigo cantando villancicos. Y cenamos. Y nos vamos a la Misa del Gallo, donde sigue habiendo el mismo olor a santidad, porque Jesús es el mismo ayer, hoy y siempre.
    Y aunque ahora no tengo chimenea, el calor de Jesús sigue horneando nuestras vidas y haciendo madurar nuestra débil fe.
    La Natividad siempre está, siempre nos espera. Venid y lo veréis.
    Gracias por compartir este bello pasaje de tu vida. Me ha alegrado el corazón. Un abrazo.

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