Colombicultura: Una tradición a la sombra del olvido

Los mutxameleros Sebastián Cañadas y Manuel Sala luchan por mantener viva su afición tras más de medio siglo dedicados al vuelo y la cría de palomos

Manuel Sala muestra uno de sus palomos

Lidia Díaz Navarro

Corría la década de los 70 cuando la vida de Sebastián Cañadas, afincado en Mutxamel, cambiaba por completo el día que miraba al cielo y veía volar los palomos de colores de su amigo Manuel. Tenía 13 años y bastó aquella imagen —las alas abiertas, los tonos brillantes, el juego en el aire— para que quisiera tener los suyos. La fascinación que sintió fue el precedente de una pasión que se prolongaría toda una vida: la colombicultura, un deporte tan sacrificado como desconocido. Para muchos, la gran incógnita. Para otros, una tradición curiosa. Para unos pocos, su razón de ser. Impulsados por el compromiso de mantener viva una tradición que cada vez tiene menos relevo generacional, los colombicultores defienden el valor de su mundo y luchan por mantenerse posicionados dentro del patrimonio cultural.

Un deporte que envenena la sangre

La colombicultura es una actividad que abarca la cría, el entrenamiento y la competición de palomos. Existen dos modalidades: un vuelo de ejemplares deportivos basado en el cortejo, donde los machos compiten por atraer a una hembra marcada con una pluma blanca; y una exposición de palomos de raza, donde se valora la perfección genética y morfológica. Sebastián, ahora con 65 años, ha dedicado décadas a esta práctica, viviendo cada momento con el mismo entusiasmo que el primer día. “Esto es un veneno que te recorre la sangre” —asegura—. “Desde que vi los palomos de colores de Manuel, me bastó poco tiempo para que mi familia me ayudara a comenzar en el mundillo. A partir de entonces, ha sido un no parar, y aún no tengo intención de que eso cambie”.

Granadino de nacimiento y mutxamelero de corazón, Cañadas reside en el municipio alicantino desde los 7 años, donde ha desarrollado sus dos pasiones: el amor por la colombicultura y por su pueblo adoptivo. Su compromiso con Mutxamel comenzó participando en la vida asociativa y, con el tiempo, dio paso a su carrera política, donde estuvo al servicio de la localidad durante dos décadas. Primero fue presidente de su partido durante varios años y, posteriormente, alcalde desde 2011, cargo que mantuvo durante tres mandatos consecutivos hasta 2023. El ex-alcalde recalca que, a pesar de la exigencia de su puesto, nunca descuidó su afición por la colombicultura: “Hay que sacar tiempo de donde no hay, y mucho, además. Es un deporte que implica sacrificar horas y horas. Es todo un reto criar y adiestrar a un palomo, pero merece la pena cada segundo invertido”.

La primera asociación de Mutxamel

El mutxamelero Manuel Sala, quien introdujo a Sebastián en el deporte que acabaría “envenenándolo”, tiene hoy 63 años y, al igual que Cañadas —con quien ha logrado mantener una sólida amistad a lo largo del tiempo—, sigue mostrando la misma ilusión y entrega del primer día por la colombicultura, un hobbie que nunca ha dejado de practicar. “Tenía seis años cuando vi una suelta de palomos por el pueblo y no pude evitar quedarme fascinado” —recuerda con una amplia sonrisa—. “Ese sentimiento vino para quedarse. Desde entonces, empecé a criar palomos con la ayuda de mi padre y sobre los 16 ya competía. Mi padre se terminó arrepintiendo un poco de haberme ayudado… No sabía que me iba a enganchar tanto”, cuenta sin poder evitar reír al recordar cómo lo que empezó como un juego de la infancia acabó convirtiéndose en un sentimiento que le acompañaría toda una vida.

Con los años, Manuel ha sabido compaginar su pasión con su trabajo al frente de la emblemática Papelería Sala, un negocio familiar que este 2025 ha cumplido 50 años al servicio del pueblo. Una vida entera dedicada tanto al vuelo de los palomos como al día a día del comercio local. Actualmente, es el presidente del Club de Colombicultura de Mutxamel, fundado en 1944. Esta fue la primera asociación del municipio, no solo en el ámbito deportivo, sino en cualquier disciplina. Hoy en día, la localidad cuenta con más de 300, aunque solo una más —el Club de Colombicultura de Arbre Blanc— está dedicada a esta práctica.

Cañadas lleva 52 años afiliado al club que preside Sala, quien se incorporó a la asociación poco antes que él. Está convencido de que una de las razones por las que su amistad ha perdurado en el tiempo es que “este deporte fomenta la amistad y el compañerismo como pocos, o quizá ninguno”. Sebastián lo sabe bien: ha logrado forjar vínculos estrechos con muchos compañeros de afición con quienes ha competido. “Una parte importante depende de las horas de empeño que le dediques —afirma—, pero el azar también juega un papel crucial: un cable eléctrico, un ave rapaz, un zorro… y has perdido a tu palomo. Hay que estar preparado para ganar y, sobre todo, para dejarse vencer con orgullo”.

Los amigos coinciden en que uno de los aprendizajes más valiosos que les ha dado su afición es el espíritu de equipo que se forja entre quienes lo practican. Sala lamenta que esta pasión siga siendo desconocida o subestimada. “Mucha gente ni siquiera sabe que existe —explica—, y muchos de los que la conocen la reducen a un simple pasatiempo”. Para él, sin embargo, ha sido una escuela de vida: le ha dado amistades profundas, experiencias inolvidables y, según afirma, le ha convertido en una mejor persona porque ha aprendido a perder con orgullo y a alegrarse por la victoria ajena de manera “ejemplar”. Una enseñanza que, como él mismo reconoce, no se adquiere en ningún otro lugar con tanta naturalidad como entre palomos, compañeros y tardes al sol.

Una afición abocada al silencio

Pese a la profunda huella que deja en la vida de quienes la practican, la colombicultura atraviesa un periodo delicado. La falta de relevo generacional es una amenaza creciente. Sebastián y Manuel, que han intentado transmitir su pasión a sus hijos sin éxito, lo han vivido en carne propia. “No hemos encontrado la fórmula para atraer más gente”, reconoce Sala, con cierta resignación. Cañadas coincide: “Muchos compañeros han intentado lo mismo y tampoco lo han conseguido. Es verdad que hay excepciones, pero la mayoría de nuestros hijos no siguen la tradición”.

Las razones son varias. Por un lado, las nuevas generaciones viven más alejadas del contacto con la naturaleza y tienden a interesarse por otras formas de ocio más inmediatas. Por otro, el desconocimiento generalizado sobre este deporte juega un papel clave. “La colombicultura que practicamos en nuestro club se basa en el celo —explica Cañadas—. Criamos palomos que descienden del buchón español, una subraza seleccionada por su instinto de cortejo. No tienen nada que ver con los de raza, que se valoran solo por su belleza. Los nuestros compiten por conquistar a la hembra, por seducirla en vuelo y llevársela al palomar. Eso es lo que se puntúa, su habilidad para enamorar”.

Ese matiz, precisamente, ha generado polémica entre quienes desconocen las dinámicas del deporte. “Tenemos muchos detractores —lamenta Sala—. Cuidamos muchísimo a las palomas, pero como los machos van detrás de ellas, mucha gente piensa que es un deporte machista basado en el acoso. La realidad es que es mero cortejo. Siempre nos encargamos de que las hembras estén a salvo, y si algún palomo les pica y hay una pizca de sangre, la suelta se detiene inmediatamente”. Esta incomprensión ha dado pie a acusaciones, aunque los colombicultores defienden con firmeza el trato riguroso que se da a los animales y subrayan la importancia central de la paloma en cada suelta.

A pesar de las críticas y del escaso relevo, ni Sebastián ni Manuel tiran la toalla. Ambos siguen entrenando a sus palomos y participando en competiciones con el entusiasmo del primer día. “Esta afición me ha dado tanto que siento la obligación de defenderla hasta el final”, afirma Cañadas. En su empeño por preservar la colombicultura, no solo ven la protección de una tradición, sino también el legado de una forma de vida que los ha acompañado durante más de medio siglo.

“Si tuviera que decirles algo a los jóvenes, les diría que mirasen al cielo y se dejaran sorprender — concluye Sala, con una sonrisa nostálgica—. Ahí arriba hay belleza, estrategia, emoción. Hay historia. Pero sobre todo, hay comunidad”. Para Sebastián y Manuel, el vuelo de los palomos no es solo una competición, sino una metáfora latente del compañerismo y el esfuerzo compartido.

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