Texto de Serafín Serrano

En pleno corazón del cementerio de San Vicente del Raspeig, un elemento insólito rompe la uniformidad del camposanto y despierta la curiosidad de quienes lo visitan. Se trata del “pudridero”, un rincón apartado reservado para albergar miembros amputados tras intervenciones quirúrgicas. Sin embargo, no es su función lo que más sorprende, sino su singular tapa: una estructura piramidal que emerge del suelo como un enigma silente entre tumbas y nichos, captando miradas y suscitando preguntas desde hace generaciones.
La función de los pudrideros en los cementerios ha sido, desde tiempos remotos, proporcionar un espacio adecuado para la descomposición de restos humanos no íntegros, cumpliendo así con las exigencias sanitarias y los dictados del respeto religioso. Se trata de un lugar concebido para el olvido, oculto tras la solemnidad de los muros y la discreción del camposanto. Sin embargo, en el cementerio de San Vicente del Raspeig, algo perturba ese silencio funcional: una tapa. Una tapa con forma de pirámide.
A simple vista, podría pensarse que se trata de una elección práctica. La geometría piramidal evita la acumulación de agua de lluvia, facilita el drenaje y contribuye a neutralizar los olores, lo cual no sería poca cosa en un entorno concebido para contener la descomposición. Pero esa explicación, aunque razonable, no lo explica todo.
Las pirámides han fascinado a la humanidad durante milenios. Se les ha atribuido la capacidad de conservar, de canalizar energías, de guardar secretos más allá del tiempo. No pocos creen que su forma es capaz de proteger lo que cobijan, de retardar lo inevitable. Tal vez por eso, incluso hoy, se erigen en lugares sagrados, en monumentos funerarios, en objetos rituales. ¿Es posible que quien diseñó este pudridero pensara también en ese legado simbólico?
No hay evidencia científica que respalde que una forma piramidal influya en la descomposición de los restos, pero eso no impide que la forma en sí proyecte un aura de misterio. El pudridero piramidal de San Vicente del Raspeig no solo guarda fragmentos de cuerpos; parece guardar también una intención, un mensaje cifrado en piedra, una decisión deliberada cuya lógica se nos escapa.
Quizá no se trate solo de una medida higiénica ni de una simple estética. Tal vez esa tapa no fue colocada para cubrir lo que quedó atrás, sino para señalar algo que aún no estamos listos para entender. Una advertencia. Un gesto de respeto. Una incógnita.
Quien decidió que esta cubierta tuviera forma piramidal probablemente no actuó por capricho. Quizá quiso dejar una marca, una geometría que apunta hacia lo alto… o hacia dentro. ¿Tú qué crees?