Opinión
Ángel Sánchez
En un escenario político que polariza la opinión pública en grupos casi irreconciliables, la interpretación de lo que ha acontecido en el Parlamento de Murcia, va por intereses. La justificación de los electos tránsfugas no es novedoso: cambio en la orientación ideológica del partido, crisis de éste o discrepancia con la dirección. Realmente lo que subyace tras el transfuguismo es la búsqueda de un futuro político de forma oportunista. Y los efectos que estas justificaciones, expuestas pero también asumidas por ese “público objetivo”, de los (irreconciliables) “endogrupos” son devastadoras para nuestra democracia: falseo de la representación política, debilitamiento del sistema de partidos ( eje de nuestro sistema democrático, junto a las elecciones libres y periódicas), claro deterioro de la cultura política democrática y fomento de un caldo de cultivo propicio para corrupción.
Sin entrar en el farragoso terreno de las consideraciones éticas ( que es entrar en el siempre interpretable “deber ser”) creo que lo interesante es abordar el “ser”, la realidad de éste negativo fenómeno desde la debilidad o permisividad de nuestro régimen jurídico y Constitucional.
El artículo 6 de nuestra Constitución establece el papel central de los partidos en la formación y manifestación de la voluntad popular, como decía, uno de los pilares fundamentales de nuestra democracia, (junto a las elecciones libres). Los partidos, por lo tanto, aparecen como mediadores necesarios (en sus distintas formas organizativas). Papel que se refuerza en la Ley de Régimen Electoral, que en su artículo 45 considera que los representantes son elegidos por pertenecer a una candidatura presentada por el partido. Esta referencia partidaria (y por lo tanto, ideológica) aparece como complemento a la concepción clásica de mandato representativo (donde el electo o electa representa por sí mismo a todo el cuerpo electoral y no a los electores, sin sujeción a mandato imperativo de ningún tipo) introduciendo el papel mediador, pero central de las organizaciones. Pero esta figura, al menos en nuestro ordenamiento jurídico forma parte de la contradicción que genera el actual vacío que “fomenta o permite” el fenómeno transfuga: La Constitución Española de 1978 sigue manteniendo el “mandato imperativo”, donde los electos y electas no están sujetos a ninguna disciplina, incluida la del partido que les incluyó en la candidatura, cerrada y bloqueada, que presentó a las elecciones.
Incidiendo en el vacío legal sobre el mandato ideológico o partidario (donde los electos lo son por haber sido incluidos en una candidatura como establece el artículo 45 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral) decir que se define y concreta (pese a las contradicciones Constitucionales) en los artículos 163 y 164 de la citada Ley sobre la atribución proporcional de escaños en función del resultado electoral de la candidatura, por lo que la “representación” en un escaño no puede vincularse a un número determinado de electores concretos. Personalmente comparto la “nueva versión” del mandato imperativo ligado al partido o candidatura por la que se presenta el cargo electo: es el partido el que actúa como representante del sector social que le otorga su confianza a través de las urnas.
Entonces, ¿cual es la solución para salvaguardar la voluntad popular expresada en las urnas y nuestro sistema de partidos?.
Parece claro que los “compromisos y códigos éticos”, sin validez jurídica, no tienen mayor recorrido que el de la libre e interesada interpretación en función de la coyuntura, porque el Pacto Antitrasfuguismo no ha acabado con el fenómeno, sino que simplemente lo ha comprimido, pero solo un poco, ya que los electos y electas que deciden abandonar su grupo no ven acabadas sus carreras políticas al ser “repescados” por los que les captan para sus intereses.
El jurista Austriaco Hans Kelsen, fundador de la teoría pura del derecho mantenía una posición radical al referirse a las elecciones: “aunque el diputado no esté obligado a seguir las instrucciones de sus electores, debe perder su mandato si se separa o es expulsado del partido por el cual fue designado. Pero esta opinión, como la de la firma anticipada de la dimisión del cargo, supondría dar el poder absoluto de decisión a las direcciones de los partidos en un ejercicio de peligrosa partitocracia que podría ser utilizada para deshacerse de los electos o electas no adeptos. Igualmente una reforma constitucional a la “portuguesa” (que establece que “pierden el mandato de diputados los que se inscriba en un partido distinto de aquel por el se eligieron, compaginado éste precepto con el papel central de los partidos al igual que se hace en nuestra Constitución) parece poco viable al ser la reforma de la constitución una caja de truenos que nadie quiere abrir. Por lo tanto, es posible que sea interesante buscar una posible solución en la línea de lo que propone Jorge Esteban, Catedrático de derecho Constitucional en su trabajo “El fenómeno español de transfuguismo político”, que es la inclusión en la legislación electoral general española de un artículo específico sobre los cargos electos: “todo elegido o elegida en la lista de un partido o coalición perdería su cargo por el hecho de cesar voluntariamente del mismo”. Y esto es sólo un ejemplo o si se quiere, un comienzo, porque si algo es evidente, es que hay que tomar decisiones, porque la democracia no lo soporta todo, aunque parezca que si.