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Ángel Sánchez
Ángel Sánchez

Opinión

Ángel Sánchez

            Los que ha ocurrido en la comunidad de Murcia, al menos para mi, no es algo novedoso: tuve la triste experiencia de vivir una situación similar en 1996 .

            Tras las elecciones de mayo de 1995, el Partido Popular fue el partido más votado pero no logró la mayoría absoluta. En la oposición, los siete concejales del PSOE, el concejal de la UPV y el de Esquerra Unida (yo mismo) sumábamos una mayoría que, por diferentes cuestiones, no logró un acuerdo de investidura, por lo que el candidato del partido más votado logró ser investido Alcalde ( los acontecimientos previos me los ahorro, aunque los recuerdo con una mezcla entre diversión y enojo).

            El mandato comenzó a andar y, paralelamente, los tres grupos ( recordar que sumábamos mayoría) iniciamos un proceso de diálogo que en 1996 llegó a su conclusión: presentar una moción de censura. Y a ello nos pusimos los tres grupos.

            El proceso de negociación fue arduo pero culminó en un extenso documento que priorizaba lo que no se hizo en las negociaciones previas a la investidura: el qué. Un documento repleto de buenas intenciones e ideas que sería la cimentación de un gobierno de coalición. Pero, cuando llegó el momento de firmar la moción, dos concejales del Grupo Socialista se negaron. Uno de ellos llegó incluso a formar parte del siguiente gobierno del PP, esta vez en mayoría.

            Pero me gustaría volver a los días anteriores a esa sesión de investidura.

            Siendo el único concejal de Esquerra Unida, la elección del nuevo Alcalde parecía pasar por mi y el grupo al que entonces pertenecía. La derecha, que había sido el partido más votado, veía que la oportunidad de llegar ( por fin) el gobierno municipal, dependía de la decisión de un concejal. Y se afanaron en ofrecerme cargos y retribuciones. Recuerdo la visita de unos miembros del PP días antes de la sesión de investidura para plantearme la conveniencia que tenía para mi persona dejar que el PP gobernase con mi “inestimable” ( aunque si cuantificable) cooperación. Sus esfuerzos no recibieron la recompensa que buscaban, aunque la Alcaldía les salió “gratis”. La posterior mayoría en el Pleno ya fue otra cosa.

            En 2003, y tras perder el gobierno, los esfuerzos de la derecha local se centraron en lograr el favor de algún concejal del gobierno de coalición formado tras las elecciones. Y lo lograron: en 2004 un concejal del Bloc Nacionalista decidió que su futuro pasaba por abandonar el gobierno y su partido para aliarse con el PP para sustituir, mediante una moción de censura, al primer gobierno de coalición y ultima (corta) alcaldía del PSOE. Evidentemente, el concejal recibió el pago de ser el nuevo responsable de urbanismo en un curioso momento: “boom” del ladrillo. Y, evidentemente, el tránsfuga se integró en la candidatura de la derecha para volver a ser concejal de urbanismo, esta vez sí con mayoría absoluta.

          Como creo que se puede ver, la derecha ha sido quien ha utilizado las “herramientas” legales (aunque de cuestionable legitimidad) a cambio de beneficios políticos y, por supuesto retributivos, algo que parece que forma parte del adn de éste partido en todo el territorio patrio. Por ésto, lo que ha ocurrido en Murcia no me sorprende, porque era una parte del posible guión alternativo que la derecha parece tener siempre dispuesto ante las adversidades.

            El transfuguismo es un problema para la credibilidad del sistema de partidos, pero no olvidemos que la herida en nuestras organizaciones políticas es más profunda que las cicatrices más visibles que se reproducen de forma coyuntural pero cíclica. Y la solución no parece ser los pactos entre los partidos, como pone en evidencia el uso torticero que del acuerdo antitransfuguismo hacen cuando se trata de llegar al poder o, en su caso, mantenerse. Quizá la solución pase por reformar el sistema electoral en cuanto a la propiedad del acta representativa obtenida en las elecciones, o por penalizar legalmente a quien abandone, en beneficio de otro o incluso propio, la disciplina de la candidatura por la que fué elegido. Otros, incluso postulan soluciones “presidencialistas” sin pararse a reflexionar sobre los riesgos que el personalismo “unipersonal” imprimiría en unos políticos “investidos” de legitimidad popular ( yo diría populista). La cuestión es seria, pero todo lo que se haga siempre estará supeditado a los principios y los compromisos con los que los candidatos y candidatas se presentan a unas elecciones, el nivel de compromiso con un programa y una organización porque, la política la hacen personas, con sus virtudes, si, pero también con sus miserias. Y mientras en los partidos se prime el cargo por los beneficios y no por la responsabilidad con esos principios y compromisos, la compra-venta de voluntades ( y votos) será algo que se repetirá e incluso se justificará en un contexto social que critica, pero que en una situación dada quizá optaría por poner precio a sus lealtades.

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